Resonando con Friedrich Nietzsche

Por Susana Kesselman.
En un texto inspirado en el libro «Zaratustra» de Nietzsche y, en particular, en el capitulo «El convaleciente», la eutonista, psicodramatista y psicóloga social Susana Kesselman sostiene que la convalecencia es un puente entre la salud y la enfermedad no considerado en general ni por quien padece ni por quienes atienden a quien padece.
El cuerpo, un abismo
“Una mañana Zaratustra saltó de su lecho como un loco, gritó con voz terrible e hizo gestos como si en el lecho yaciese todavía alguien que no quisiese levantarse de allí… ¡Desátate las ataduras de los oídos: escucha. ¡Arriba! ¡Arriba!… Yo Zaratustra, el abogado de la vida, el abogado del sufrimiento, el abogado del círculo, te llamo a ti, el más abismal de mis pensamientos. Dichoso de mí. Vienes, te oigo. Mi abismo habla, he hecho girar mi última profundidad para que mire hacia la luz. Dichoso de mí. ¡Ven! Dame la mano. ¡Ay! ¡deja! ¡ay, ay! – náusea, náusea, náusea – ¡ay de mí!”
Lo que se debilita en el humano es la potencia de vida.
El agotamiento, la rutina, la queja, el resentimiento, la mala conciencia, la culpa, se apoderan de la voluntad de poder, que es más quien quiere, que quien puede y no permite delegación en sujeto alguno. La memoria pierde la lucidez para salir de la noche. Así, la noche se hace una red muscular, se cierne sobre el cuerpo como una coraza metálica y adormece la necesidad de articularse, la sed de respirar, el hambre de los sentidos, es decir el deseo de vivir, ese misterioso estandarte que nos acucia cuando está presente y nos mata cuando se distrae. Algunos llaman a esto enfermarse.
Zaratustra salta y grita. Sacude el cuerpo para recordarle su vigor. Busca despertar los sentidos del embotado y disponer al abúlico a internarse en el laberinto de la existencia. Que las fuerzas activas afirmen la vida dice. Algunos llaman a esto salud.
Y sin embargo, la memoria del salto, la memoria del grito se desvanecen. El cuerpo olvida que alguna vez saltó de un lado al otro del abismo, que alguna vez su voz hizo crecer flores entre las piedras.
La náusea es el síntoma de la sinrazón que la razón no entiende. ¿Por qué la náusea? Algo sucede que la mente no registra. Algo que el cuerpo hacía, que no hace, que quiere hacer. Un silencio que es una voz inaudible. La imposibilidad de la intención. Un misterio. La deserción de los pequeños impulsos de la tonicidad. Una oscuridad. El cuerpo se hace un desconocido, un extraño. ¿Un error de la propriocepción? El Uno mismo está siendo atravesado por diversidad de unos mismos y nota que un abismo se abre entre sus pies.
Erguirse es un acto de los músculos, de los tendones, de las articulaciones, de los impulsos del sistema nervioso, de la memoria, de la música, de los afectos. Un vigor busca abrirse paso por el cuerpo. Una disposición interior predispone a un aire nuevo en el organismo que oxigena el recuerdo de la tonicidad, que despierta el ansia de la vertical. El deseo de salir de la caverna del cuerpo.
Ponerse de pie, le dicen los animales a Zaratustra, como si esto fuera tan fácil. El águila y la serpiente entran por la variable del voluntarismo. Y no todo es cuestión de voluntad. Lo dice un zorro viejo.
Habrá que recordar qué es ponerse de pie; cómo el cuerpo llega al movimiento: si es una idea, un impulso, una acción, o todo junto; qué es el peso del cuerpo, ese extraño acompañante sin el que seríamos fantasmas o sombras; hacerse amigo del suelo, de un suelo consistente que de seguridad a los apoyos; eliminar el exceso de esfuerzo, arte difícil para el que ha olvidado cómo es estar sobre sus pies; aceptar el desafío del trance antigravitatorio; y además despertar la intención, la pequeña intención, del movimiento, del pequeño movimiento.
¿No son demasiadas obligaciones para un cuerpo que padeció un corte en la cadena de su cotidianeidad?
La serpiente y el águila son los rehabilitadores
«Oh Zaratustra dijeron los animales, todas las cosas bailan para quienes piensan como nosotros: vienen y se tienden la mano y rien y huyen y vuelven»
Zaratustra es el convaleciente. No es enfermo, no es sano. Estado Ni. Un paciente que atraviesa estados de paciencia pasiva, sumisa en la espera de la esperanza, lejos de las potencias transformadoras y también de la paciencia activa.
Convalecer necesita puentes, tiempo para generar una nueva confianza, porque la confianza se agota como los receptores de los sentidos.
Zaratustra deberá escuchar su propia voz y ser el médico de si mismo. ¿Otra vez la náusea? ¿Otra vez la noche?
La serpiente y el águila piden a Zaratustra que calle, porque el hablar recrudece la enfermedad, un hablar que rememora y reitera. Ellos tratan de acallar los pensamientos que condujeron a la náusea y orientar a Zaratustra por la senda de una nueva manera de vivir.
La serpiente y el águila se regocijan en sus parloteos. La vida respira, oye, huele, saborea, ve, y el mundo es un jardín que embriaga de aromas, sabores, sonidos de los pájaros. El convaleciente que quiera cantar la vida habrá de inventar nuevas canciones y una nueva lira.
La convalecencia no es un camino unidireccional que va de un lugar a otro. Es un camino laberíntico y escarpado. Con cortes de ruta, con obstáculos que obligan a volver sobre lo andado, precipicios que inspiran al salto o al reconocimiento de los límites.
“La gratitud mana constante como si acabase de suceder lo inesperado, la gratitud de un convaleciente, pues la convalecencia era inesperada… la embriaguez del convaleciente tras una larga privación y una larga impotencia: el goce de una fuerza que vuelve, de una fe que despierta de nuevo a un mañana… de aventuras inminentes, de mares que de nuevo se abren, de objetivos que están permitidos de nuevo, en los que de nuevo se cree”.
Algo inesperado sucede.
Habrá que investigarlo, conocer las causas, las variables intervinientes. ¿Qué hora del día era? ¿Estaba solo? ¿Cómo estaba vestido? ¿Qué edad tenía cuando sucedió?
Pero lo inesperado no es deliberado, no es premeditado. Es una estrella fugaz que salta en el cielo y desaparece. Un relámpago. Sucede.
La gratitud que mana en el convaleciente es una pasión alegre que afirma la vida y no porque diga que sí a todo, como el asno. El sí del convaleciente es el que sabe decir no y pone la negación al servicio de la potencia de afirmación. Dice que no al soportar y acarrear de los pesos impropios y así afirma su levedad.
El convaleciente embriagado goza de una fuerza que vuelve, de una estética de vida como obra de arte fugaz. Fugaz como la salud y como la enfermedad. Eterno retorno de la convalecencia.
(Télam – Las opiniones expresadas son responsabilidad exclusiva del autor/autora y no representan necesariamente la posición de la agencia).