20 marzo, 2025

Reflexiones sobre el tiempo/Por Claudio García

Jorge Luis Borges señaló alguna vez sobre el tema del tiempo que si lo entenderíamos “lo entenderíamos todo”. San Agustín resumió en una frase esa sensación que tenemos todos respecto al tiempo: “si nadie me lo pregunta lo sé, si me lo preguntan lo ignoro”. Sin dudas el tiempo es algo perceptible, más allá de lo obvio de cómo impacta en nuestro cuerpo, esa desazón que nos agarra a los que ya pasamos los 50 de vernos en el espejo y notar las arrugas, las canas, sentir uno que otro dolor, etc. También el tiempo se expresa en el recuerdo. Que tenemos un pasado y que por lo tanto hemos consumido tiempo. Y que ese tiempo no es algo común a todos, sino que tiene su cuota de lo personal. Muchos o millones podemos recordar un mismo asunto, la caída del muro, la intercontinental que ganó Boca al Real Madrid, qué se yo, los atentados en las torres gemelas o el helicóptero de De La Rúa, pero, nadie sino yo recuerda aquel niño que fui.

La sensación sobre el tiempo en algún aspecto es similar a la del recuerdo. A veces es lo que murió (“Decir yo he conocido es decir algo ha muerto”, escribió Tuñón), a veces es lo que permanece (uno reconoce la felicidad en gran medida por las cosas vividas, no por nebulosas promesas a futuro, escribió Savater). Oscar Wilde escribió: “El detalle es lo único que interesa” . Y a veces ‘el tiempo que pasó’ pareciera que sólo queda en los detalles. Pesan más los detalles que las cosas supuestamente importantes que vivimos.

Recuerdo que en la película Manhatan, el personaje que hacía Woody Allen se pone a enumerar tirado en un sillón un listado de las cosas que considera más importantes de la vida, un tema musical, un libro, un cuadro, y de pronto le sale naturalmente decir “la cara de Tracy”, otro de los personajes del film, la adolescente con la que tuvo una historia de amor pero que abandona por el prejuicio de la edad, por pensar que los muchos años de vida que le llevaba justificaban el adiós y buscar otra mujer más adulta. No sólo se dio cuenta que Tracy era una de las cosas más importantes de su vida, que en realidad estaba enamorado de ella; era también el detalle, ‘la cara’ de Tracy.

Uno arrastra los detalles de las personas que amamos, las pequeñas situaciones en las que quizás rozamos ‘la sal de la vida’. Esas cosas que cada tanto afloran del pasado, persistentes, ancladas en el inconsciente. Cuántos de nosotros volveríamos a vivir la misma vida –incluidas las cosas malas que pasamos- sólo por esos detalles. Sentimos que el tiempo, sea lo que sea, sólo se justifica por esos destellos de cosas vividas que arrastramos.

Está también el peso del tiempo. A veces lo sentimos corto, que no alcanza, que pasa rápido, y otras que es largo, que no pasa más. En mi caso tengo generalmente la impresión que no es largo ni corto, no basta. Recuerdo que en un poema que escribí terminé diciendo que el amor dura mucho o poco pero nunca el tiempo necesario. Algo así leí de Sartre en las conversaciones con Simone de Beauvoir (Conversaciones con Jean Paul Sastre, de Editorial Sudamericana): “…un momento que pasó, que me parece agradable, ha de terminar necesariamente a las diez, porque tengo que ir a trabajar. Ese tiempo ha sido por lo tanto demasiado corto. Nunca el tiempo es exactamente el que se necesita, el que convendría exactamente a una cosa determinada, sin exceso ni falta”. En otra parte del libro Simone de Beauvoir se pregunta “¿Hay tiempo sin tensión?” (ni corto ni largo), y Sartre, refiriéndose a una velada tranquila con ella, le responde “el tiempo pasaba a su antojo”.

Quizás cuánto más se piensa, menos conclusiones se sacan sobre el tiempo. Los personajes El Astrólogo (Los Siete Locos de Arlt) y Johnny (El Perseguidor de Cortázar), tienen una misma idea del tiempo o, mejor dicho, perciben que los pensamientos pueden escurrirse por un tiempo de distinta longitud al que miden los relojes. Borges también en su Historia de la Eternidad cuenta una experiencia propia, que seguramente es ficcional, en donde percibe que el tiempo aparente se desintegra. El Astrólogo siente deslizarse en su cabeza los pensamientos como una película cinematográfica, en forma rápida e interminable, “de un modo impreciso y fatigante”, escribe . Sin embargo, “…cuando miraba el reloj encendiendo un fósforo, comprobaba que el tiempo transcurrido era de minutos”. Johnny percibe ese otro tiempo paralelo, en especial cuando viaja en subterráneo. De una a otra estación piensa en circunstancias de su niñez, en su vieja, en otros parientes, les observa en detalle la ropa, los oye cantar, recuerda el barrio, escucha nuevamente una oración de la madre, circunstancias que al contarlas en sólo una parte lleva a que transcurran más de quince minutos. Sin embargo, el subterráneo -el metro, escribió Cortázar- había tardado minuto y medio. Johnny exclama entonces sin respuesta cómo es que puedo estar pensando un cuarto de hora en un minuto y medio. Borges, el Borges real o el inventado, también salió a caminar por Barracas hasta llegar a una calle de casas bajas, de una higuera oscureciendo sobre la ochava, de portencitos más altos que las líneas estiradas de las paredes que parecían obrados en la misma sustancia infinita de la noche. Una tapia rosada parecía no hospedar luz de luna, sino efundir luz íntima. En esa sencillez Borges vislumbra el tiempo ido. El fácil pensamiento ‘estoy en mil ochocientos y tantos’ dejó de ser una cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad. Borges, como los personajes El Astrólogo y Johnny, en las presuntivas aguas del tiempo se sintieron poseedores de otro tiempo, o como definió Borges, de la eternidad.

Quizás lo que pesa respecto al tiempo es precisamente el tema de la ‘eternidad’. Werner Hoffmann al analizar los aforismos de Kafka concluye que al escritor lo que más le resultaba oprimente es ‘la idea de lo eterno’. Kafka creía en Dios, pero le mortificaba su silencio. Vivía agobiado ya no por la conciencia del pecado, sino porque uno tenía una vida muy corta para ‘justificar’ la eternidad que se abre supuestamente después de la muerte. Lo que uno hace en esta corta vida tiene que justificar “nuestra temporalidad ante la eternidad”. Cuentan sólo nuestras acciones, pero qué peso tienen si por ellas ganamos o no ‘la eternidad’.

Pero más allá del peso que para Kafka y otras personas que creen ‘en el más allá’ tienen nuestras acciones, en el sentido que cada cosa que hacemos aparentemente tienen un meta material coyuntural, de esta vida, pero a la vez, en el fondo, un objetivo mucho más grande como es “justificar nuestra temporalidad ante la eternidad”, sirven las meditaciones y aforismos de Kafka sobre ‘las justificaciones’ para analizar otras cosas sobre el tema del tiempo. Para Kafka el hombre vive justificándose ante una serie de tribunales inferiores y superiores. Por ejemplo, el tribunal familiar, todas esas cosas que uno hace y dice para tener un juicio ‘favorable’ de los afectos cercanos o para no dañar esas relaciones con las que convivimos a diario. Kafka siente ante estas ‘justificaciones’ “un esfuerzo infinito que, aun cuando tenga tan poco éxito, no debe interrumpirse”. El otro tribunal es el del trabajo, las ‘justificaciones’ diarias que uno debe hacer para no afectar ese medio que nos permite ‘ganarnos el pan’. Por ejemplo, las justificaciones ante el jefe que, en palabras de Kafka, “¡ve todo, sabe todo, se entera de todo!”. Esa cruda sensación que tenía el escritor de que muchas veces las horas de su trabajo le robaban “un trozo de su carne”. Kafka contabilizaba también otro tribunal ante el que tenía que justificarse, no un tribunal inferior, sino un tribunal superior, como es el del pueblo al que pertenecemos “y su forma de organización, el Estado”. Ese otro peso de “colaborar para solucionar los problemas”, justificarse como “individuo parte de algo colectivo”, llámese patria o humanidad, y a la vez la sensación de que cualquier cosa ‘social’ que hacía iba a quedar en ‘aguas de borraja’. El pesimismo de pensar que las cosas buenas, cuando se extienden, son como las inundaciones, en el sentido que “tanto menos profunda y más turbia se pone el agua”.

Pero por sobre todas las justificaciones, había algo en lo que Kafka no sentía que se justificaba. Y eso era su escritura. Precisamente en uno de sus escritos mencionaba el contraste entre ‘su obra’ y su trabajo: “…en mí todo está preparado para un trabajo poético, y semejante trabajo sería para mí una solución celestial y una verdadera manera de cobrar vida, mientras que aquí en la oficina, por un miserable legajo, tengo que robarle un trozo de su carne a un cuerpo capaz de semejante felicidad”. Deténganse un poco en el peso de esa frase. Kaffa como escritor acercaba su cuerpo a la ‘felicidad’, Kafka como empleado, sentía que le desgarraban ese mismo cuerpo. Y esto sirve para reflexionar que en última instancia nunca podremos definir en palabras lo que significa el tiempo, pero lo que realmente nos importa en función de la vida es su peso. La calidad si se quiere del tiempo que vivimos, y no el tiempo por el tiempo mismo, las cosas que vivimos sólo para ‘justificarnos’. El encontrar el tiempo en que nos acercamos a la felicidad y no a la sensación de un cuerpo desgarrado. Allí el tiempo no encuentra una definición pero sí certeza.

Foto: Parte de cuadro sobre el tiempo de Dalí

Fuente: APP